27 febrero 2016

Sin patrón, sin marido, sin hijos, sin partido y con una habitación propia. Mi madre reza por mí, yo le sonrío. Siento el cielo en mi pecho y las plumas de incontables pájaros me hacen cosquillas.


¿Cómo he llegado hasta aquí? Hoy he pensado en las anarquistas y las feministas de hace un siglo. Todas blancas. Y he pensado también en el color de mi piel. Una vez más en el color de mi piel. En esa historia que apenas comienzo a recuperar. Ser mestiza es habitar un continente colonizado. Ser mestiza hoy, aquí, de esta manera, consciente, tiene implicaciones. 


He pensado también en el amor. Y en la cosificación de los cuerpos, es sus tipos: hegemónicos y exóticos integrados. En la belleza. En el poco poder que sienten los hombres y las mujeres. En el poder que siente un hombre mestizo al estar con una mujer blanca, en el valor de objeto político que soporta el peso de un hombre que piensa que gana poder al conquistarla; en la derrota civilizatoria que debe sentir al perderla, en el odio que siente hacia ella por no poder sostenerla durante un tiempo prolongado. Luego me doy cuenta de que pienso que las mujeres blancas tienen más poder, y enseguida, recuerdo sus historias en las que al final enfrentan una subdordinación construida de la misma cosa que las no blancas, en sus búsquedas y decisiones para que sea de otro modo. Y entonces nos parecemos. Me pregunto si en los pueblos donde todos son blancos se reproduce esta práctica de uso. En este pueblo sí, existen todos los tonos de café en la piel y eso va incluyendo y excluyendo del poder. Es una mierda. 


Sobre las anarquistas y feministas blancas de principios del siglo XX me pregunto cómo pudieron imaginar políticamente la necesidad del reconocimiento, qué experiencias dieron origen a la necesidad de libertad. ¿Por qué en esta distancia puedo llegar a conclusiones similares a sus demandas políticas y encontrar frente a mí un sistema cultural igualmente opresivo, en el que estoy a fuerza, en el que he sido sin preguntarme nunca si quería pertenecer? Eso me hace pensar otra vez en la presencia del sistema colonial aquí, en nuestros pueblos americanos. Y observar la prolongación de una lucha discursiva constituída demanda de tantas mujeres en el tiempo-espacio. 






La necesidad de una formación política propia, que me permita fundamentar la negociación de lo cotidiano para dejar de reproducir el orden y el sistema de relaciones asimétricas tiene a estas horas un impulso vital de sobrevivencia que convoca actos de creación y transformación. Sin lugar a dudas, implica rupturas y, con esperanza digo, mucho trabajo para dar lugar a otras prácticas. Pero no asimétricas, no donde me pidan guardar silencio, no donde sea reproducida la dictadura esta que vivimos en México. Pienso en la Autonomía. Y soy tremenda ignorante.

Estoy en una pausa laboral. Eso ha abierto en el horizonte tantas posibilidades y la implicación inexorable de asumir la responsabilidad de las decisiones. No he sido educada para la libertad, sin embargo he aprendido a reconocer una jaula y una trampa. También, los senderos en el viento y en el agua. Quiero vivir llevando mi propio nombre. No sé cuánta soledad lleve con ello. No sé qué pueda encontrar en la comunalidad. No quiero adscribirme a versiones de realidad en las que deba obedecer. Quiero desobedecer. Y aprender a soltarme de los hilos que me unen a este mundo dicho y tejerme con aquello que no se le parezca. Pero tengo este lenguaje, hecho de una madeja orgánica de sonidos que imitan y crean realidad.

A veces es difícil encontra la voluntad para organizar hasta las palabras, cuando la confianza está tan roída. Y la voluntad, las palabras, la confianza y la organización necesitan ejercitarse. Ejercitarse amorasamente.

Abierto. Ejercicio abierto.

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