31 marzo 2016

El instructor es realmente atractivo  y lo es por su lengua. Es un cazador de estados de conciencia: se monta en la bicicleta con gusto o camina por el salón en atención al desconocimiento que tenemos de nuestros propios cuerpos. Hay algo salvaje en él que relaciono con su capacidad de observación y su agilidad para tomar decisiones ante lo imprevisto. 

Sus apuntes sobre nuestra forma de relacionarnos con la máquina indican nuestra posición variante y asumida de objetos. Es decir, al inicio actuamos como si la bicicleta tuviese ánima y poder sobre nosotros, sobre nuestro temor a aprender a manejar la resistencia y los pedales, a mantener el equilibrio, la cadencia y la respiración, a esa posibilidad de conectar la intención, el pensamiento y el hacer, todo en armonía respondiéndonos, que es una acción posible para un mismo cuerpo humano.

Un día descubrió que no nos veíamos al espejo durante la práctica. Eso modificó muchas cosas. Veíamos el piso, los zapatos, el techo, a la persona de enfrente, pero no a nosotros. Yo entré en shock cuando vi mi imagen y tarde varios días en aceptarla. Reconocer la fuerza de mis piernas y el desequilibrio de mi espalda, mi gesto de fruncido y la dificultad de expresar el gozo que me producía sentirme volando en la música se volvieron una dinámica novedosa. Había una fuerza interna llena de vivacidad que se incrementaba cada semana. Algo semejante ocurrió en mis acompañantes, el salón siempre está abarrotado. La recomendación de vernos en el espejo sacudió nuestra confianza.

La experiencia colectiva de sincronizarnos energéticamente a través del ejercicio físico es un reto muy grande para un instructor. Cuando sucede, un algo se despierta dentro de nosotros y tiene lugar una especie de comunicación no verbal. Los que están dormidos, despiertan. Los que van adelante cobran potencia y logran dominarse a sí mismos, lo más relevante es reconocer que somos  nosotros quienes dominamos la bicicleta. A un ritmo personal todos aprenden, pero implica voluntad y constancia. Al darnos cuenta de que la máquina no Es o que no está animada, se abre la posibilidad de descubrir que nuestra condición de objeto es una apariencia inscrita finamente en nuestra psique y cuerpo. Más no sé si todos los participantes frecuentes tengan conciencia de ello.

Cuando eso sucede, aparece el animal que llevamos dentro: con todos sus huesos, músculos, sudores, gases, lágrimas, saliva, mocos y gritos (algunas personas aullamos y gruñimos durante la práctica). Y la mirada cambia, anuncia un estado de conciencia alterado. Sí. Montarte en la bici produce eso. Descubres algo dentro de ti de lo que no tenías conocimiento. El corazón palpita tan fuerte, la piel se enciende en llamas y el sudor se evapora o cae hasta el suelo. Los cuerpos humean sudor, es un fenómeno muy particular, y el calor de todo el espacio se fusiona con el propio. Experimentas algo que sólo tú, ese ser que está vivo.

Creo que el hombre salvaje existe, y no se parece a los hombres que viven pensando que sus huevos son el centro del universo a los que hay que homenajear. Los hombres salvajes también aprenden a confiar en sí mismos, a escuchar su propia voz, a alimentar su coraje y su fuerza para reconocer quiénes son y qué cosas hay que podar. Son cazadores de su propia sombra y de su miedo. Han aprendido a establecer sus propios objetivos, a guiarse en el mundo desde su centro y a ser con generosidad. Son amorosos realmente, de una manera libre. Al mismo tiempo, tienen la fuerza para poner límites o deshacer lo impreciso, saben expresar su cariño y su crítica honesta, también se dan permiso de equivocarse y apostar por su transformación con la ayuda de otras personas. Saben andar en grupo, pero no joden imponiendo su punto de vista.

Tengo la fortuna de conocer a varios hombres así y todos son sanadores, tal vez algunos sin saberlo. Pero lo son. Uno de ellos sana con el silencio y la meditación, con la gentileza del movimiento corporal en un tiempo lento (contracultural): otro, sana con sus palabras y con el temazcal (fuego, agua, piedra y viento, poesía); uno más, con sus plantas medicina y la música de un violín frente al fuego y debajo de la noche (teatralidad); hay uno que es musiconauta y alivia con la vibración del sonido o con el silencio; y otros, ya son maestros en el arte del conocimiento de sí y el encuentro de la conciencia a través del yoghismo (filosofía y ciencia). Estoy desinteresada en ponerles etiquetas de chamanes o guerreros; de semidioses, menos, creo que ya estamos sobraditos.

Lo que no sé es cómo llegaron a serlo. ¿Qué sucedió antes? ¿Cuáles han sido sus trayectorias? Sé que en algunos casos hubo rupturas ante lo establecido, por acontecimientos sobre los que no se puede elegir y otros porque así lo eligieron. Pero no tengo los detalles de esos procesos. Lo que sí, es que son creativos, sonríen, y en ello hay un camino de resiliencia.